Sobre Corsos a Contramano...


El 9 de Junio de 1976 Videla, Julio Juan Bardi y Albano E. Harguindeguy promulgaron el decreto 21.329. Bajo ese nombre, se escondía la desaparición de los feriados de carnaval.
Esta institución milenaria de varias civilizaciones, con diferentes nombres y formas, fue una de las primeras víctimas de nuestra más reciente dictadura militar. En cualquiera de sus mascaras (Entre las góndolas de Venecia, junto a la Pacha Mama en La Quiaca o en el Sámbodromo de Río de Janeiro), el carnaval no es otra cosa que el festejo de la COMUNIDAD. Atado fuertemente en sus orígenes a la tradición cristiana, su nombre deriva de “carne”, justamente porque esos lunes y martes de carnaval son los anteriores al miércoles de ceniza, con el cual comienza en tiempo de ayuno y abstinencia católico conocido como “Cuaresma”. Y de ahí parte el primer movimiento de carnadura social. De esa clara contraposición entre el libre festejo callejero y la procesión religiosa en la que cada cual ocupa el lugar que el protocolo o el poder le han adjudicado.
Piensen en un espacio social en el que no existen divisiones, ni por sexo, ni por color, ni por religión, ni por dinero. Donde ricos y pobres no se distinguen entre sí y festejan el hecho de formar parte de la misma comunidad. Festejo que no tiene por espacio físico otro que no sea el público, el de uso común de todos y que es además punto de encuentro. Porque no se trata de “la fiesta de unos pocos”, sino del encuentro de todos, “apropiándose” de la “calle” (aunque muchos se alarmen en esta época de piquetes y cortes de ruta).
Esta fiesta también trae atada a sí misma viejas tradiciones populares, como la de “espantar los demonios”. Y es así que nacen los disfraces, convirtiendo en un primer momento a cada uno en aquello que es su mayor miedo, como forma de enfrentarlo, y después en mascaras más feroces que esas pesadillas como método de espantar a los monstruos reales. Así también nace la música del carnaval, que en un primer momento es sólo el sonido de palos golpeándolo todo a su paso (¿proto-cacerolazos?), porque se creía que el bullicio alejaba la mala suerte. Ese ruido infernal fue tomando ritmo y cadencia de la mano de oídos atentos y manos hábiles que fueron desarrollando los instrumentos y las melodías. Y la evolución lógica de esto, fue la aparición de las letras, que empezaron a espantar a los demonios de la realidad. Políticos corruptos, empresarios inescrupulosos y demás integrantes del panteón de la inmoralidad eran carne de cañón en la pluma de los letristas de todas las murgas (algo de lo que nuestros hermanos Charrúas saben bastante). Más de un intendente tuvo que sonreír desde su palco cuando un grupo de vecinos le cantaba sus verdades en algún corso callejero del conurbano.
Y aún así, yo personalmente no creo que todo esto fuera suficiente como para que los militares tuvieran el valor de eliminar los feriados del carnaval. Creo que la respuesta a esa decisión netamente política hay que buscarla en la figura principal de estos festejos: LA MURGA.
Una murga, no es otra cosa que un grupo de vecinos, unidos, que trabajan durante el año para preparar esos dos días de festejo. Trabajo que incluye una enorme cantidad de vecinos que necesariamente se relacionen entre sí. Porque si algunas amas de casa tienen que coser los trajes, otros tienen que ensayar la música, algunos se reunirán a escribir letras y varios más practicarán las coreografías. Y todas esas actividades, por cuestiones de practicidad, solían nucleares en algún espacio físico de la comunidad, lugar que muchas veces terminaba instituyéndose como sociedad de fomento, club o centro cultural. Y este espacio de encuentro a su vez, era espacio de reflexión sobre las necesidades de la comunidad, y de ahí nacían iniciativas tan simples como necesarias para el barrio, como podían ser la pavimentación de una calle o la limpieza de un basural.
Desde esta segunda perspectiva, la junta militar no se limitó a quitar del calendario dos feriados, sino que en realidad, anuló expresamente un sostén de la vida comunitaria de la mayoría de los barrios. El espacio donde los vecinos podían ver juntos su realidad y actuar en consecuencia. Y eso, sin contar con la tranquilidad que le daba el hecho de no tener que escuchar sus nombres en alguna rima burlona que encerrara una denuncia en serio.
En aquellos años en los que murgas de estridentes colores y gritos de injusticia a flor de piel eran amordazadas, estaba muy de moda una frase que rezaba: “el silencio es salud”. Es raro (quizás se yo el raro), pero siempre asocie el silencio con los cementerios…

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